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Robledo Puch, el eterno villano de la crónica policial

Written By Charles Francis on 06 julio 2010 | 18:13

Robledo Puch fue detenido el 3 de febrero de 1972, cuando recién había cumplido 20 años. El cielo está nublado. Ella camina rápido por la ruta. Levanta la cabeza y mira al frente, como si estuviese desfilando en una pasarela. Robledo le clava la mirada en la espalda. Dinardo camina unos pasos, hasta que el primer balazo la tira al piso.

Robledo le dispara seis veces más. Luego le revisa la cartera roja de cuero y le roba cinco mil pesos y un encendedor dorado. Se sorprende cuando ve una credencial de la General Motors, la empresa para la que trabaja su padre y para la que trabajaba Dinardo. "El crimen de la modelo", titula La Razón del 26 de junio. La nota dice que los padres de la chica no lo pueden creer y cuenta que Daisy, la perra de la familia, no come desde hace dos días porque extraña a Ana María, que la crió dándole leche en mamadera. Los investigadores están desconcertados: sospechan de José, el prometido de la víctima, y de su ex novio. Quizá la mató por celos: ella lo había dejado por otro. Los dos son demorados por la Policía, pero quedan libres porque no tienen nada que ver con el homicidio.

Robledo festeja la confusión de los detectives, que además creen que a Virginia Rodríguez la mató el proxeneta que la esclavizaba. La única certeza que tienen es que Dinardo y Rodríguez fueron asesinadas de la misma forma. En esa época, darle la espalda a Robledo Puch era una muerte segura.

Ahora pienso en eso mientras hago pis en el baño más digno de la cárcel de Sierra Chica. Apoyo la mano que me queda libre contra la puerta, que está justo frente al inodoro. El baño es un poco más grande que los baños de los micros de larga distancia. Tiene lo justo y necesario para salir del paso: un inodoro. Al menos en este baño hay uno: en las celdas, los presos hacen sus necesidades en un pozo. En este baño no hay luz, lavatorio, bidet, toalla, azulejos, espejo ni papel higiénico. Las paredes son de cemento. Además tiene una puerta sin traba ni llave. Por eso la mantengo cerrada con la mano.

Del otro lado está Robledo Puch. Eso quiere decir que le estoy dando la espalda al mayor asesino, el que fusiló de esa manera a víctimas indefensas. Mi consuelo es que ahora, mientras orino, él no está armado y no es el de antes. En un momento me resistí a ir al baño, intenté aguantar, pero no me quedó otra: después de tomar medio termo de mate sentí que mi vejiga iba a estallar. Lo único que tenía a mano era el baño de la sala de entrevistas del penal. Pero no me animaba a entrar porque no había guardias en el lugar. Sólo estábamos Robledo y yo. Mientras me retorcía en la silla, él vio mi cara de sufrimiento:

—¿Te estás meando, no? Entrá al baño, dale.
Más que el temor a que me hiciera algo (me atacara por sorpresa, me apuñalara con una birome o me diera un codazo como el que le dio a su amigo Somoza antes de matarlo), sentí otra cosa. Era algo mucho más simbólico: darle la espalda. Ya me lo había dicho uno de los guardias del penal: "¿Viste cómo mira el loco Carlitos? No te saca la mirada de encima. Y cuando te vas, te sigue mirando. Podés caminar cien metros y el tipo te va a estar mirando. Como si te fuera a comer con los ojos penetrantes que tiene".

No me queda más remedio. Antes que hacerme pis encima, decido ir al baño. Para entretenerlo le muestro las fotos del libro Yo, Juan Domingo Perón, escrito por Torcuato Luca de Tena, Luis Calvo y Esteban Peicovich, que ese día le había llevado de regalo. Justo lo abro en la página 52: aparece la imagen de Perón arriba de una motoneta. El General está con un gorro y una campera de cuero.

Ahora sí: entro en el baño, que está a unos tres metros de la mesa donde Robledo hojea el libro. Justo desde esa distancia mató a Virginia Rodríguez.

—¡El General está subido a una Gilera. Era una de mis motos preferidas! —me comenta entusiasmado.
En ese momento pienso en contestarle:
—Ya sé. Si cuando eras joven robaste dos.
Pero sólo digo:
—Mirá vos.
Y me concentro en orinar lo más rápido posible, con la mano apoyada (ejerciendo presión) en la puerta. La oscuridad aumenta la tensión. Ni siquiera sé si estoy embocando en el inodoro.

De repente, siento pasos. El silencio de Robledo me inquieta. Cuando vuelve a hablar, noto que la voz está cerca, cada vez más cerca. En este instante está del otro lado, a medio metro de mí. Sólo nos separa la puerta que cierro con la palma de la mano. Lo imagino al acecho. ¿Estará espiándome o sólo se acercó para seguir la conversación?

—El general Perón amaba las motos —dice y siento como si me estuviese hablando al oído—. Las Gilera y las Siambretta estaban de moda. ¡Cómo extraño andar en moto! ¿Estás bien?
¿Qué hago si me ataca?, pienso. ¿Ahora está pensando cómo dar el zarpazo? ¿No puede resistirse cuando alguien le da la espalda? Es el asesino frío que sólo actuaba de noche, pero también es el chico del que todos se burlaban robándole la moto o quemándole con cigarrillo sus pantalones importados. Trato de tranquilizarme: en todas mis visitas nunca intentó hacerme nada, aunque es la primera vez que estoy dándole la espalda, adentro de un baño, sin vigilancia. ¿Acaso no ejecutó al sereno Manuel Acevedo en un cuartito como este?

Trato de apurar el trámite, pero mi vejiga tarda en vaciarse. Sigo charlando con Robledo.

---¿Estás bien? —repite la pregunta.
—Sí, estoy bien. Ya salgo.
—No, no hay apuro. Pensé que el mate también te había dado cagadera. Ya estaba pensando que era el agua. O la yerba berreta que me prestó un paria del pabellón.

Ya está. Después de más o menos treinta segundos en el baño, tiro la cadena. Ya pasó. No fue nada. Una orina y listo. No es nada traumático para alguien que se contagió hepatitis a los siete años, en el baño de la escuela. Al fin y al cabo fue menos riesgoso mear en un baño de Sierra Chica con Robledo a pocos pasos.

Abro la puerta y me reencuentro con él (...). Luego saca un tema que lo incomoda:

—Seguro que vos creés que soy asesino, el peor de todos, como piensa la mayoría.
—Lo dice el expediente. Hay pruebas firmes. De todos modos no estoy acá para juzgarte. Sólo me interesa escuchar tu historia.
—La única verdad, decía el querido General, es la realidad. Cometí entre treinta y cinco y treinta y ocho robos. Fueron choreos. Nunca maté a nadie. Yo no soy un violador. La mayoría de los hechos los cometí solo. Eleuteria Rodríguez era una prostituta de la Avenida del Libertador y la Dinardo era una famosa modelo que justo salía de la boîte Katoa. Las mató Ibáñez. Lamentablemente se llevó el secreto a la tumba. La Policía me plantó armas, las pericias balísticas fueron falsas y los peritos químicos no encontraron en mi contra indicios de violación en ningún caso. Está todo inflado.
—¿También negás que mataste a Ibáñez y a Somoza?
—Ibáñez murió en un desgraciado accidente. Y Somoza fue asesinado por alguien que sigue vivo. Después te voy a decir el nombre. Ahora no. Ibáñez y Somoza cometieron un error muy grave.
—¿Cuál?
—Matar.

Instantánea. Rodolfo Palacios nació en 1977 en Mar del Plata. Trabajó en el diario La Razón y en las secciones de noticias policiales de los diarios El Atlántico, de Mar del Plata, Perfil y Crítica de la Argentina. También colaboró en el semanario La Maga, en la revista Playboy y en el programa Cárceles, de Telefé. Actualmente, es subeditor de Información General de la revista Noticias. En 2001 ganó la beca de perfeccionamiento organizada por la UCA y el diario Clarín, en 2006 y 2007 ganó dos premios Perfil a la Excelencia Periodística por la mejor nota de Sociedad, y en 2009 ganó el Premio Tea en el rubro Periodista de Diario. Es autor de dos de las biografías que integran la colección 200 argentinos, vida, pasión y muerte (1810-2010), dirigida por Jorge Lanata y Guillermo Alfieri para la Revista Veintirés, y coautor del libro Nora, la vida sobre patines.
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1 comentario:

  1. Me quede con la intriga de seguir leyendo! Quiero el libro, parece interesante!!

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Carlos

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