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Rosario: en las tinieblas del narco

Written By Charles Francis on 01 junio 2014 | 21:40


Tema del domingo

Clarín pasó una madrugada en los barrios tomados por las bandas. Destruyeron los búnkers y la cocaína se vende por delivery. Se extienden la veneración a San La Muerte y la cultura de las drogas.
Por Gustavo Sierra
“¡Precaución!, se está acercando a una zona peligrosa”, dice la voz femenina castiza del GPS de la camioneta de la Gendarmería que conduce el comandante Walter Zurita mientras avanza por la avenida Avellaneda de Rosario, a lo largo de la Villa Banana. “¡P….Madre!, si hasta el programador del GPS y la “gallega” sabían que esta era una zona peligrosa porque está tomada por los narcos. ¿Cómo es posible que no lo supiera la policía provincial?”, grita con impotencia el funcionario de Seguridad que viaja en el asiento de atrás. Estamos dentro del Operativo Rosario implantado el 9 de abril cuando 2.000 gendarmes, prefectos, policías federales y provinciales tomaron la ciudad más violenta del país para intentar desbaratar a las bandas del narcomenudeo que dominan todos los barrios de la periferia de la tercera ciudad argentina. Ahora, la información llega por la radio, no por la voz latosa del mapa satelital. “Procedimiento en barrio Las Flores. Incautación de estupefacientes”, dice un gendarme. Zurita enciende la sirena y salimos a toda velocidad hacia el lugar. Está preocupado. Es la zona más caliente, a la vuelta de la casa de los Cantero, los líderes de la poderosa banda de Los Monos. Cuando llegamos ya hay decenas de gendarmes y una patrulla de Prefectura. En la esquina, por delante de la pintada en honor a Newell’s Old Boys y Marcos, uno de los lugartenientes de los Cantero caído en ese lugar en una reyerta con otra banda hace apenas unos meses, ya hay dos gendarmes con sus fusiles preparados para cualquier cosa. Como siempre, decenas de vecinos curiosos aparecen de todos lados a pesar de que ya es la medianoche y que la llovizna finita y persistente no deja de caer desde hace horas. En el centro de la escena, una moto medio desarmada, un pibe con la capucha del buzo tapándole la cabeza y una mujer de mediana edad, grandota y de un rubio platinado dando órdenes a los gritos. Es la madre del “soldadito” que estaba haciendo un delivery de cocaína. El chico tiene 19 años y antecedentes por el mismo delito. Esta vez lo agarraron con 14 paquetitos cerrados con un moñito hecho con cinta roja. “Eso indica que es de la mejor calidad”, explica uno de los peritos que vino a hacer la prueba de pureza de la droga. “¡Tapate la cara! ¡Vo apurate, no ve que el pibe está tomando frío! ¡Y vo que filmá, pelotudo!”, grita la madre mientras se mueve alrededor de la escena. Los gendarmes siguen haciendo su trabajo con cara de nada. Finalmente, al pibe se lo llevan a una comisaría local. En dos o tres días regresará a la calle Cantuta de Las Flores, allí frente a la “Casa Amarilla” de los capos del barrio, los Cantero, una residencia terminada en piedra al estilo de las de los countries más lujosos, levantada en el corazón de la villa de chapas y cartones. Atrás, a 50 metros de donde agarraron al pibe del delivery y a apenas tres cuadras del imponente casino City Center del empresario Cristóbal López, está la famosa pintada en honor a Claudio “Pájaro” Cantero, el líder de la banda asesinado hace un año. Está su rostro delineado con cierta maestría callejera y la inscripción “Ciudad de Dios”. El autor probablemente no lo sepa, pero ese episodio que intenta inmortalizar en esa pared está más ligado a otra ciudad de un siglo atrás. Las Flores es hoy el epicentro de “la nueva Chicago argentina”.
El boulevard Oroño, que atraviesa la ciudad desde la costanera sobre el Paraná hasta la circunvalación que deriva en la ruta 9 a Buenos Aires, es el paisaje preservado de la antigua ciudad que en los primeros 30 años del siglo pasado (1900/30) vivió una prosperidad extraordinaria acompañada por una enorme violencia. “Hay una similitud. En aquella época se vivía una explosión de dinero de la exportación de granos. Y lo que vemos ahora es, en cierta manera, la consecuencia de la fortuna creada desde fines de los noventa por el boom de la soja. Ambas épocas están manchadas por la sangre de los hampones”, explica el historiador y periodista Rafael Ielpi, presidente del Centro Cultural Roberto Fontanarrosa, mientras conversamos en el mítico café El Cairo. La escritora Angélica Gorodischer reflexiona sobre la raíz de esta segunda ola de violencia que ataca Rosario mientras toma un té en su chalet de la calle San Martín. “El flujo de dinero de la soja facilitó la entrada de la droga. La enorme miseria que hay en todos los barrios alrededor de la ciudad es la vena por donde circulan los narcos. Y la corrupción de la pequeña burguesía le facilita el camino. De la misma manera se hicieron muchos de los enormes palacetes levantados en los años 30 y que aún están en pie en la ciudad”, cuenta moviendo los brazos.
El contraste más claro está hoy en los 200 metros que separan las torres Dolfines, en Puerto Norte, de la villa miseria del barrio Refinería. Ahí, entre el barro y bajo una lluvia helada, aparece Manuel, un tipo de unos 30 años que aparenta 60. “Eh, tené un 10 pa’l yogur”, me pide y se ríe mostrando sus pocos dientes. Me lleva hasta lo que era uno de los 300 o 400 bunkers de venta de drogas que proliferaron en toda la ciudad en los últimos cinco años. Son apenas unos escombros que tiraron a mazazos dos gendarmes forzudos. Hasta hace dos semanas era una construcción de ladrillos dobles con una puerta de hierro con un candado exterior. Allí encerraban hasta 10 horas por día a uno de los chicos del barrio, siempre menor de 16 años para que no pueda ser imputado, y lo dejaban vendiendo sobrecitos de cocaína y marihuana a 10, 20 y 30 pesos, dependiendo del tamaño. “Eso es la impunidad total. No hay lugar en el mundo en que la droga se venda en lugares fijos. Se mueven todo el tiempo para no ser detectados. Pero acá estaban protegidos por la policía local”, es la explicación de un funcionario nacional. Manuel es más simple y directo: “ahí se ve el caminito que hicieron en el pasto. Bajaban de la torre y venían a comprar todo el día. Eran todos muy grosos ¿quién iba a abrir el culo?”.
Avanzamos hacia el pasaje Puelches, en el barrio Ludueña, para ver al padre Edgardo Montaldo. Tiene 84 años y es el cura párroco de la capilla de la zona desde hace más de 40. Sufrió un ACV hace 8 años y tiene dificultades para caminar pero encontró un buen método para seguir andando el barrio, un triciclo que maneja con habilidad. “Esto era un barrio obrero. Nos levantábamos todos muy temprano. Yo me quedaba en la puerta recibiendo a los chicos que venían a la escuela y los padres seguían hacia el trabajo. Había mucho laburo en los frigoríficos, el puerto, los ferrocarrilles. Cuando todo eso empezó a desaparecer, la gente ya no tenía dónde ir. Algunas mujeres salían a limpiar casas pero los hombres se quedaban chupando. En aquella época habían venido unos chilenos que se dedicaban a punguear en el centro. Pero era todo muy tranquilo. Hasta que llegó el paco, después la marihuana y ahora, directamente la coca. Y con eso las muertes”, resume el padre Montaldo. “Y, ahora, les quitamos las drogas ¿pero qué les damos a esos chicos que no tienen nada?”, se pregunta. En la puerta me encuentro a un chico de 12 años que espera aburrido bajo un alero a que amaine la lluvia. ¿Cómo es vivir acá?, le pregunto. “Y, hay que tener cuidado. En cualquier momento se agarran a los tiros”, responde. Los tres prefectos que están de guardia tomando mate bajo el mismo alero asienten con la cabeza. “Les bajamos tres bunkers que tenían por acá y se están matando entre ellos”, me dice uno de los prefectos.
Cuando las bandas locales vieron que los bunkers ya no estaban garantizados se volcaron masivamente a la modalidad del delivery. El mismo chico que antes estaba encerrado vendiendo por una rejilla, ahora anda en una moto repartiendo por las casas. Esta noche la Gendarmería y unos policías de tránsito requisan motos sin papeles en la avenida Uriburu y las vías del tren. Ya se llevaron un furgón con más de 20 motitos. Hay otro camión lleno por partir. “Reclaman apenas el 10% de las motos. El 90% no está en regla o ya se usaron en deliverys o enfrentamientos y no se atreven a ir a buscarlas”, explica Pablo Suárez, el director provincial de Seguridad Comunitaria. Avanzamos con los gendarmes por un pasillo del barrio Flamarión, frente a Fuerte Apache. La oscuridad es total. Unas linternas alumbran un camino de barro y basura mezclada. Lo único que se distingue son las pintadas por todos lados del rojo y negro de Newell’s y el amarillo y azul de Central, los dos equipos que apasionan a los rosarinos y que son una constante en toda la periferia de la ciudad. Es muy tarde pero en las esquinas hay varios grupitos de chicos tapados detrás de sus gorritas. Desaparecen apenas ven los uniformes. Es cuando se atreven a salir algunos vecinos. Una chica de unos 15 años me cuenta de Miriam, su prima de cinco años que fue asesinada en enero de un tiro en la cabeza ahí mismo donde estamos parados. Enfrente, un mural la recuerda. Su carita es tierna y sus ojos rasgados de soñadora. “Así era, exactamente. Fue un ajuste de cuentas con el padre que se quedó con un vuelto”, se atreve a contarme una vecina mientras mira la pintada con los ojos llenos de lágrimas.
De regreso al centro, el monumento a la bandera está magníficamente iluminado esperando el 20 de junio. A sus pies se levanta el Rosario Vip, el restaurante de Leo Messi. El ídolo está hoy en la ciudad y todo se mueve a su alrededor. El pibe de oro va a desayunar a ese lugar con su familia y la cola de cholulos llega hasta el Paraná. Por el río se deslizan enormes cargueros. Son los que llevan la cosecha 2013 hacia China, África y Europa. También los grandes cargamentos de cocaína que traen desde Bolivia y Paraguay los grandes carteles internacionales. No pierden tiempo en un mercado pequeño como el rosarino. Apenas si les dejan algunos kilos a las bandas locales. El grueso pasa por los puertos privados y públicos y lo suben de alguna manera a los barcos. Un agente de la DEA, la agencia antidrogas estadounidense, me dijo hace poco que esperan a que los buques lleguen a las islas de enfrente de la ciudad y le acercan la carga en lanchas rápidas. En pocos minutos tiene mil kilos arriba, lo que en Europa puede llegar a valer hasta 100 millones de euros. “Este es el medio ambiente perfecto para la entrada de los carteles mexicanos y colombianos”, cuenta Adriana Rossi, una ítalo argentina, profesora de la Universidad Nacional de Rosario y especialista en narcotráfico. “Tienen una ciudad de consumo, una fantástica hidrovía, circulan enormes capitales provenientes del campo y hay demasiado `dinero gris´, medio en blanco medio en negro. Es perfecto para que vengan a lavar lo que ganan en Estados Unidos y enviar grandes cargamentos al segundo mercado del mundo que es el de Europa”.
Si bien todos aquí coinciden en que la llegada de los gendarmes trajo alivio, también hay miedo a lo que suceda cuando se vayan y a los posibles excesos que puedan cometer. Frente a los tribunales, en Balcarce y Pellegrini, hay un acto en busca de justicia por un hecho que conmovió a los rosarinos y al país entero que tiene que ver con este clima. Piden que se castigue a los responsables del linchamiento de David Moreira, un chico de 18 años que fue a robarle la cartera a una mujer que caminaba con su bebé en brazos por la calle Marcos Paz del barrio Azcuénaga. Un grupo de vecinos vio lo sucedido, lo atrapó y comenzó a golpearlo. Cuando llegó la policía lo encontró con la cabeza destrozada. Agonizó en el hospital dos días antes de morir. “No se puede seguir protegiendo a los que hicieron esto. La policía tiene los medios de saber quiénes hicieron justicia por mano propia. No pueden estar sueltos. Son unos asesinos”, asegura Alicia Bernal de la Comisión Antirrepresiva por los DD.HH.”. “Eso sí que fue una aberración. Pero muestra la profunda división que estamos padeciendo en nuestra sociedad a raíz de esta violencia del narco. Nos inyectaron el miedo. Y el miedo es muy traicionero. Podemos cometer los peores errores por miedo”, analiza la escritora Gorodischer. Cuando se lo contaron al papa Francisco dijo: “sentí las patadas en el alma”.
“Por mucho tiempo creíamos que éramos la Barcelona de América. Una ciudad de gran empuje marcado por los inmigrantes y comerciantes. Somos muy fenicios, en ese sentido. Pero, en realidad, lo que vemos hoy es que hay dos ciudades diferentes, la de la costa, la que mira al río, la próspera; y la otra, la del interior, la de la miseria”, dice el historiador Ielpi. Y lo que comienza a verse con mayor claridad es que la cultura de la ciudad comienza a ser traspasada por el narco. La mayoría de los chicos adoptaron la moda del gueto. Usan botines de alta gama y gorritas futboleras hasta de noche. Las charlas en el mítico café El Cairo donde se juntaban Fontanarrosa y sus amigos rondan sobre el narco. Las librerías de la peatonal Córdoba venden los libros de la telenovela de Escobar Gaviria tanto como los de autoayuda. Y la religiosidad popular adopta “santitos protectores” de los narcos.
El periodista Claudio Berón del diario “La Capital” me guía por los pasillos de Viahonda, al fondo de la calle Avellaneda. Frente a una casilla toman mate varias mujeres. A un costado se levanta un pequeño santuario en honor del Gauchito Gil, el santito popular argentino, y a su lado aparece la figura de la calavera y la guadaña de San La Muerte, el santito que invocan los narcotraficantes de México, Colombia y el resto del continente. “Es que le pedimos al Gauchito por mi nieto que se moría y lo salvó. Pero a él y a otros chicos del barrio les gusta la parca, así que los juntamos. Ellos vienen acá antes de hacer sus trabajos”, me cuenta la señora Felipa Robledo. Doblando por el pasillo y cruzando las vías hay otro altar similar. Lo cuidan Juana Riquelme y “Gauchito” López. Dicen que los 15 de agosto, el día de los santos, se les llena la casa y cada tanto aparece algún chico que viene a agradecer porque le fue bien. ¿En que?, le pregunto a Juana. “Y, en lo que ellos hacen…”.
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