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El hombre que torea en la calle

Written By Charles Francis on 24 marzo 2014 | 9:38

Por_Daniel Briguet
Los cuidacoches viven en un mundo aparte.
Claudio Javier se acerca renqueando, ayudado de un bastón, cruza el asfalto arrastrando sus pies, se detiene frente a mi mesa ubicada en la vereda y pregunta en tono bajo y medido si no conozco una pensión cerca. Hago como que lo pienso y finalmente le digo que la única que conozco parece estar completa. No deja de ser un dato cierto pero la frase no revela el contenido de lo que acabo de pensar. Desde que lo conozco, he visto a Claudio Javier durmiendo sobre el techo o el capot de un auto estacionado afuera, sentado en el umbral de una casa o apoyado en una pared. La calle es su hábitat natural porque cuida coches durante el tiempo activo y a la hora del descanso, también es su morada. ¿Querrá de verdad un alojamiento o habrá cumplido una formalidad con un tipo al que conoce de verlo seguido?
Es verdad que en los últimos tiempos algunas cosas han cambiado. En diciembre del 2006 publiqué en esta revista una nota titulada “El final de un Yeti”. Daba cuenta, con algunos trazos al margen, del trágico accidente que habría sufrido un flaco alto y desgarbado que merodeaba la zona y a quien los tacheros de la GNC apodaban el Yeti, por la rara combinación que arrojaban su particular contextura y su modo precario de andar o desplazarse, producto de una dolencia en las piernas. Para mis adentros, yo lo llamaba Cochise porque solía emitir, en ciertas pausas, una serie de gritos tribales acompañados de un golpeteo en la boca, como si fuese un apache mescalero. Pero todo indica que su nombre de pila era y es Claudio Javier, casi como el de un galán de teleteatro.
La razón por la que el flaco que acaba de cruzar calle Santiago no es un fantasma sino un hombre de carne y hueso no hay que buscarla muy lejos. En los últimos meses del año citado y luego de que transcurrieran algunas semanas sin que asomara la figura alta y desgarbada entre los árboles que sombrean calle Jujuy, pregunté por él en la estación de gas. Alguien me dijo que había fallecido luego de que lo atropellara un auto. Después escuché otras versiones, variables en los detalles pero coincidentes en un punto: el Yeti había muerto. Alguien me comentó, incluso, que luego de ser atropellado por un vehículo que pasaba a cierta velocidad, Cochise – éste era sin duda Cochise -, con la dignidad de un guerrero, logró incorporarse sobre sus largas piernas y dar unos cuantos pasos para volver a caer, antes de que lo recogiera una ambulancia. Decidí incorporar esta escena a la crónica que escribí porque me recordó una escena análoga de una película de Peckimpah .
Luego de las dudas y preguntas de rigor entre vecinos y comerciantes, el registro del Yeti se fue diluyendo como ocurre con otros habitantes ocasionales del barrio. Más o menos por la misma época, Esteban, un morocho que custodiaba la cuadra de Jujuy que va de Alvear a Oroño, había muerto de cirrosis. Hay vidas que valen por su cercanía, otras por su notoriedad o prestigio y otras por sus matices pintorescos, si la palabra no suena tonta. A Claudio Javier le cabía la tercera opción.
Esto, al menos, hasta que tiempo después, en la misma estación de gas, otro tachero cayó con la noticia de que había visto al Yeti caminando por las inmediaciones de las Cuatro plazas, en barrio Belgrano, y que tenía buen aspecto. Por las condiciones ambientales – plena luz del día – un espectro no podía ser y tampoco un espejismo. Es verdad que la percepción podría haber engañado al conductor, como nos pasa con frecuencia, pero lo que resultaba difícil de rebatir era que ningún tachero, con buena o regular visión, encontraría en la ciudad un personaje de apariencia similar.
Rebobiné y llegué a la conclusión de que esta segunda versión era verosímil. Alejado de las rutinas de la redacción o simplemente llevado por una imaginación cinematográfica, yo no me había ocupado de chequear lo que aseguraba el rumor popular. Datos similares a los que ahora indicaban que tal vez hubo un accidente pero no fue fatal y que, además, el Yeti habrá cobrado alguna reparación que le permitió mejorar su estado y su aspecto.
Este es un terreno en el que prefiero no internarme. Había escuchado que, antes de caer en la calle, Claudio Javier tuvo una mujer y tenía un par de hijas, a las que veía y llevaba algún dinero. También que la relación con sus familiares era conflictiva. Podía charlar con él y preguntarle pero no venía al caso. Lo único que restaba era sacar una nota aclaratoria y para eso decidí esperar que el hombre que volvió de la muerte, también volviera al escenario de sus diarios trajines.
Lo hizo a comienzos de este año. Alguien me lo comentó y cuando pude verlo, noté que calzaba mejores pilchas y su barba y su pelo rojizo lucían recortados con mayor cuidado. También lo vi desayunar en uno de los minimarkets de calle Alvear, tomando notas o sacando cuentas sobre un pequeño fajo de hojas.
¿Cambió algo la vida de Claudio después del accidente y su equívoco final? Tal vez pero no puedo mensurarlo. Me fijo en lo que permanece. Los sueños contra la dureza del cemento, el cuerpo todavía joven pero sin duda maltratado por la intemperie, la voz aguda que le sale a veces y recuerda a su interlocutor que, marginal o no, puede argumentar o emitir juicios.
Hay cierta atracción ilustrada por los personajes al límite que conviene contener. De hecho, antes de que ocurriera la historia que acabo de contar, yo había pensado en la máscara de Claudio Javier como el rostro de un cuidacoches que, además, era fanático de los Rolling Stones. Lo conté en la nota anterior pero como la realidad se encargó de invalidarla repito sintéticamente. Una noche el protagonista del relato descubre que en uno de los restaurants paquetes de la zona están pasando un video de los Rolling en pantalla gigante. Y empieza a alternar su abordaje de flamantes modelos que estacionan con vistazos de lo que ocurre adentro, de las volteretas magistrales de Mick sobre el escenario o la silueta inconmovible de Keith Richards, con un pucho en la boca, punteando su guitarra. Es tal su entusiasmo que apura los cruces con eventuales clientes y corre más de lo que sus piernas le permiten. Hasta que al darse vuelta para alcanzar un coche que se le va, tropieza con dos focos incandescentes que avanzan cada vez más grandes. Adentro, sobre la superficie de la pantalla, Mick Jagger sigue cantando “El tiempo está de mi lado”.
Las cosas no ocurrieron de ese modo – el desenlace ni siquiera estaba resuelto – pero no es improbable que aquel borrador que no concluí contuviera, como cualquier ficción, algo real o al menos probable. El título tentativo del relato era “Gira mágica con los Stones”. En la historia, bien puede ser que la gira se haya prolongado o que el tiempo siga estando de su lado. Aventurar más sería como jugar a los dados.
Mi primer impulso al titular esta crónica fue ponerle “El hombre que volvió de la muerte”. Era un título cantado , redondo, y por lo mismo, un tanto efectista. Luego pensé en “Cuéntame tu vida”, una película que dirigió Alfred Hitchcock, con Gregory Peck en el rol protagónico. Sutil y cargado de subjetividad, podía desconcertar a más de un lector. Además, ¿por qué querría él contarme su vida?
Claudio Javier está parado sobre la ochava opuesta de calle Santiago. Dos coches que cruzan casi rozan las botamangas de su pantalón de tela rústica. El ni siquiera parpadea. Su figura ya no remite al hombre de las nieves o a un apache mescalero. En este momento, es un torero que lidia con la tropilla de bólidos que acechan antes de cualquier esquina.


http://www.revistaelvecino.blogspot.com.ar/2008/02/el-hombre-que-torea-en-la-calle_24.html
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Carlos

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