CLXX.l.- EL CORSO TRISTE DEL CLUB REFINERÍA
Para M. L. P.: Día y
noche corre el río, día y noche sopla el viento, desde siempre, día y noche
Amor mío estás en mi pensamiento.-
Según una difundida
leyenda de Refinería, el carnaval fue alguna vez una fiesta popular, días
enteros en los que no se trabajaba, con juegos en los que abundaba el agua por
las tardes y, luego del ángelus en los atardeceres hasta la mañana del día
siguiente personas disfrazadas, música, bailes, bromas, cintas y papeles
multicolores. En verdad cuesta creer semejante cosa con tanta festividad
incluida. Como quiera que sea, la legendaria gesta ha muerto ya. Sin embargo,
como silenciosas habitaciones vacías, han quedado ciertas fechas del almanaque
a las que la terquedad generalizada insiste en adjudicar la condición
carnavalesca. Esos días son utilizados no ya para festejar, sino más bien para
reflexionar y añorar la ausencia de la fiesta. Se trata, según se puede
observar, de un curioso destino: pasar del entusiasmo a la nostalgia, de la
pasión a la meditación, de la alegría a la tristeza. Muchos espíritus
taciturnos se solazan con este estado de cosas y afirman que la francachela y
el desenfreno de otras épocas fueron apenas un paso previo e inevitable cuyo
noble fin se cumple recién ahora, en el ejercicio del recuerdo.
Los Hombres Soñadores de Refinería simpatizaban en cierto
modo con este criterio. Para ellos el Carnaval no solamente servía para seducir
señoritas en las milongas, sino para pensar en el paso del tiempo.
Puede afirmarse sin caer en el infundio que esta ilustre
manga de atorrantes jamás consiguió entender el sentido de los Carnavales.
Dionisio Martínez, el famoso amante irresistible de las viudas
en los cementerios, pensador, filósofo, historiador y escritor de Refinería que
vive en Arroyito, pensaba que las gentes se ponían contentas en virtud de algún
suceso que todos conocían menos él. Sus amigos padecían un desconcierto de la
misma índole.
Esto puede explicar la extraña conducta de los Hombres
Soñadores en los corsos y en los bailes.
Durante un rato hacían fuerza para sentirse alegres:
bailaban, bromeaban, comían choripanes con cerveza y gaseosas, se ponían
caretas, hablaban con voz aflautada, se meneaban distorsionando su condición de
varones y mojaban a las damas con agua perfumada contenida en pomos de colores.
Después comprendían que todo aquello era inútil y entonces se iban a otros
bailongos, discutían con los mozos, miraban y escuchaban las orquestas y los
grandes cantantes internacionales que visitaban la ciudad, evocaban antiguos
Carnavales y cantaban canciones sandungueras. Ya en los primeros albores del
día siguiente maldecían el Carnaval, se estacionaban en las esquinas desoladas
y se burlaban de las barras de chicas y muchachos que volvían a sus casas.
Pero, una tarde de tórrido verano, Dionisio Martínez tuvo
una inspiración genial. Se le ocurrió organizar todos los años el Corso Triste
del Club Refinería.
Se trataba de una idea interesante: Dionisio pensaba que en
los Carnavales vulgares todos disimulaban el tedio y la tristeza disfrazándose
de personas alegres. Su proyecto consistía en adoptar disfraces y actitudes
melancólicas para ver si detrás de ellos se instalaban el jolgorio y la
alegría.
“Si bajo la sonora risa del payaso se adivina siempre una
lágrima, es posible que encontremos una sonrisa al sacarnos nuestras caretas de
víctimas.”
Si el propósito de Martínez fue lograr un clima de
pesadumbre, hay que decir que lo consiguió con creces. El Corso Triste del Club
Refinería se extendió por toda la populosa y cosmopolita barriada y era
francamente tenebroso. Todas las luces del club y del barrio estaban apagadas.
Los asistentes deambulaban como sombras fingiendo toda clase de sufrimientos.
Las murgas entonaban desde la marcha fúnebre hasta canciones
gemebundas de Betinotti y tangos trágicos de Ignacio Corsini y Agustín Magaldi.
Los disfraces eran lastimosos: de condenado a muerte, de
madre triste, de novia abandonada, de jugador expulsado, de deudor hipotecario,
de vendedor de libros, de jubilado que cobra la mínima paga mensual, de
intoxicado, entre otros.
Con el tiempo, el Corso Triste se fue haciendo más ambicioso
y complejo.
Rubén Antonio Luis, el joven poeta de la calle Echeverría,
comenzó a escribir versos murgueros con pretensión literaria.
Si parlamo’
del destino
¿Quién conoce
su camino?
Boroborom bom bom
boroborom
bom bom
Nadie puede contra la suerte
La última carta es la muerte.
boroborom bom bom
boroborom bom bom.
Los muchachos tristes de otros arrabales, tanto los de
aledaños como los alejados de Refinería, se fueron acercando poco a poco y
prontamente circularon carrozas de hojas secas, carruajes fúnebres y
automóviles de antaño con las ventanillas cerradas.
Ya para el tercer año se constituyó un jurado y se
realizaron concursos y torneos.
Las comparsas y las murgas se sacaban chispas para ver cuál
era la más tétrica y deprimente. Los Autoflagelados, Las Lloronas De Los
Velorios, Los Desocupados De Siempre, Las Que No Querían Vivir, Las Engañadas
En Amores… fueron algunas de las agrupaciones más renombradas.
Las reinas del corso eran bellísimas, pero inaccesibles, perversas
y despiadadas. El premio anual de máscara suelta lo ganó siempre el mismo
individuo. Hablamos, desde luego, del célebre actor y animador Ricardo
Corvacho, quien no tenía rival en la técnica de la caracterización.
Sus primeros disfraces fueron simples, sencillos. Una noche
apareció disfrazado como esclavo de los lacedemonios y todos se condolían al
ver su espalda de ilota surcada de latigazos y su cuerpo encorvado bajo el peso
de enormes cadenas.
Después, sus creaciones fueron más complejas. Un domingo fue
cíclope y a la mañana siguiente revolucionó todo el barrio buscando el ojo que
se había sacado. Fue, también, mendigo de la Rusia zarista y la gente lloraba
al verlo soportar la nieve de Siberia en la calle Monteagudo ya sea sobre el
ingreso a la Calle Angosta o frente a la propia puerta de entrada al Club
Refinería.
Cuentan que Ricardo Corvacho, entusiasmado por sus éxitos,
resolvió seguir con sus disfraces durante todo el año. Dicen que su destreza
crecía junto con su crueldad.
Una noche de invierno, lo Hombres Soñadores saltaron de
alegría al ver aparecer al Fino Travaglini, el pibe que murió en París.
Organizaron una gran fiesta en el mismísimo Club y en el momento que alzaban
las copas para celebrar la resurrección, Corvacho, se sacó el guardapolvo, se
lavó las rodillas, volvió a poner cara de persona mayor y apareció tal cual
era. El Ruso Kreimer estuvo dos semanas en cama y el Turco Elías casi queda
tartamudo.
En el último Carnaval del Corso Triste del Club Refinería,
Ricardo Corvacho se disfrazó para siempre de recuerdo y nadie volvió a verlo
más por el barrio ni por sus alrededores.
La comisión organizadora del Corso pronto advirtió que la
creación de Dionisio Martínez tenía interesantes posibilidades económicas. Esto
resulta un poco sorprendente si se recuerda la nula capacidad de los Hombres
Soñadores para los negocios. De cualquier manera es un hecho que durante largos
años los muchachos del Club vendieron papel picado y serpentinas. Emplearon la
conocida técnica de marketing del envase, que ha enriquecido a tantos
comerciantes: en la primera jornada las bolsitas estaban llenas de papelitos
muticolores y cintas en apretados rollitos brillantes e inmaculados. Cuando
terminaba la fiesta de cada jornada, barrían el piso y volvían a embolsar el
papel picado y hacían lo mismo con las cintas previo confeccionar uno por uno
los infinitos y apretados rollos. Noche tras noche los productos se ensuciaban
y envilecían, hasta que en la muerte del Carnaval las primorosas bolsitas
estaban llenas de tierra, tapitas de cerveza, caramelos empezados, chicles
largamente masticados ya endurecidos al ser expelidos y otras porquerías.
Algunos memoriosos creen reconocer, todavía hoy, en estos Carnavales que
transcurren, en los bailes de algunos clubes de otros barrios, restos de
serpentinas y papel picado primigenios que se vendían en el Corso Triste del
Club Refinería.
Para contribuir a la pesadumbre de la concurrencia, Martínez
vendía pomos llenos de lágrimas que -si
ha de creerse a sus detractores-
falsificaba con agua y sal fina de mesa Celusal.
Los Hombres Racionalistas y Prácticos, en su carácter de
comparsa materialista, solían acercarse a la fiesta de Refinería para buscar
camorra. Todos recuerdan sus afilados pregones:
El Racionalista
señoras y señores,
llega con sus ritmos y silogismos.
lo desafía
a exponer sus ilusiones
y a confrontarlas
con nuestras realidades a la vista.
Las olímpicas razones de la murga encontraban muchas veces
contundente respuesta y dentro de un clima polémico y agudo solían armarse
formidables peleas que -por cierto- daban lustre y renombre al Corso Triste.
Año tras año, los carnavales organizados por el Club
Refinería fueron poniéndose más divertidos. Naturalmente, esto provocó su
decadencia.
Los Hombres Soñadores de Refinería, al observar el jolgorio,
comprendían que el proyecto inicial iba camino al fracaso.
La sobria melancolía de los primeros tiempos iba dando paso
a sonrisas complacientes, cuando no a risotadas sin freno.
“¡Ah! -se
lamentaban- ¡Carnavales eran los de
antes!”
Y, entonces, contaban anécdotas de los corsos de antaño,
austeros y silenciosos, comparándolos con la insoportable algarabía que tenían
ante sus ojos.
Pero, en realidad, la verdadera esencia del fracaso hay que
buscarla por otros rumbos.
Como ya se ha dicho, lo que buscaban Dionisio Martínez y sus
amigos era un dejo de alegría que debía
aparecer al quitarse la máscara trágica.
Y lo cierto es que nunca encontraron tal cosa.
Cada vez que -con
toda ilusión- abandonaban sus disfraces
de atormentados, encontraban debajo nuevos tormentos que, para peor, eran
reales.
Por eso, comprendiendo que la dicha no estaba en el Carnaval,
y quizás en ninguna parte, los Hombres Soñadores disolvieron para siempre el
Corso Triste del Club Refinería.
Hoy, cuando la fama de los muchachos refineros ya encontró
su tumba en los vientos de la Estación Embarcadero, hay -aunque pocos lo adivinen- centenares de corsos tristes. Y son mucho más
tristes que el del Club Refinería, pues su tristeza es involuntaria y su
propósito es la alegría.
Tal vez, haya llegado el momento de comprender que los que
vivimos en esta ciudad fantástica a orillas del río Hijo del Mar color de león
no hemos nacido para ciertas fantochadas. Qué se rían los brasileños y los
venecianos. Tengamos, eso sí, fiestas y reuniones populares. Pero, no dejemos
de ser quienes somos. Si nuestra extraña condición nos ha hecho comprender el
sentido adverso del mundo, agrupémonos para ayudarnos solidaria y amistosamente
a soportar la adversidad.
A lo mejor, los Carnavales de antaño, tan añorados por los
animadores de la radio y nuestros mayores, no eran más que eso. Una reunión de
gente triste que buscaba consuelo.
Chalo Lagrange
Verano sin tregua, Carnavales de febrero de 2013.-
Muchas gracias por publicar una de mis Cróniocas Mínimas (por humildes), Simples y Breves. Con todo afecto, siempre. Chalo Lagrange.-
ResponderEliminarMuchas gracias Carlos. Tenía tu correo electrónico. Agradezco también la reiteración. Aprovechando los muy cercanos Carnavales te envié tres Crónica Mínimas, Simples y Breves. La denominada "Carnavales de mi barrio: Máscaras" no ha sido incluida. Te la voy a reenviar. Un fuerte y cálido abrazo. Con todo afecto, siempre. Chalo Lagrange (que también se llama Yves Jackard).
ResponderEliminar.
HERMOS!!!! PARA AQUELLOS QUE TUBIERON LA DICHA DE VIVIRLO
ResponderEliminarFELICES LOS QUE TUBIERON LA DICHA DE VIVIRLO
ResponderEliminarCHARLESFRANCIS1953@HOTMAIL.COM , BELLO TODO LO QUE HE LEIDO, DE TIEMPOS EN QUE LA PRIMERA JUBENTUD ERA UN REGALO
ResponderEliminarME GUSTA UN CORSO TRISTE PARA UNA S PERSONAS TRISTES
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