El territorio como identidad
Las Jornadas de historiadores y cronistas barriales reunieron en el Centro Cultural Cine Lumière, en Refinería, a vecinos, jóvenes y estudiantes que inadagaron en los recuerdos, el presente y las identidades que convoca la “Vida de barrio”, según el lema de este encuentro. Desde los personajes hasta los lugares, desde las luchas gremiales hasta las experiencias autogestivas que se desarrollan en otras ciudades, todo fue un disparador para generar lazos e intercambios.
Delfina Amelong | Cruz del Sur
Es el sábado 5 de octubre. Nueve de la mañana. Los presentes, puntuales, están expectantes: los que harán ponencias, prontos a exponer; los que quieren remontarse a las épocas del dulce color de la infancia, se arrellanan en las sillas del salón del cine Lumière, en Vélez Sarsfield 1027, a unos metros de avenida Alberdi. Son retazos de tiempo lo que van a intercambiar allí.
Organizadas por el Museo del Barrio de la Refinería y con la participación del Grupo de Historiadores Barriales, el viernes 4 y el sábado 5 de octubre pasados, las Jornadas de historiadores y cronistas barriales celebraron su octava edición. Con una trayectoria creciente, año a año se consolidan como un espacio para que suenen las voces de aquí y de allá, con ecos del pasado e interrogantes del presente.
La cita fue en el Centro Cultural Cine Lumière. La elección no tuvo solamente un criterio geográfico. El Lumière es un ícono de referencia para el Museo del barrio de la Refinería que, al ser itinerante, virtual, se convierte en esta como en otras ocasiones en sede de talleres y exposiciones organizados por esa institución. Es un espacio gratuito para la comunidad: además de proyecciones cinematográficas, hay allí teatro, talleres, y música en vivo.
Con el correr de las palabras los recuerdos empiezan a salir al ruedo. El Lumière se transforma en un mosaico barrial. Con el tema de esta edición, “Vida de barrio: instituciones, costumbres y personajes barriales”, los expositores dan rienda suelta a la memoria propia y ajena.
La ciudad de San Nicolás, el barrio San Lorenzo en Santa Fe, la estación Sunchales, los barrios Arroyito, Refinería, La Tablada, La Florida, Empalme Graneros y Saladillo. Éstas fueron algunas de las zonas de las que se escucharon historias y anécdotas el viernes y el sábado en el Lumière.
Así la concurrencia se detiene en el ritual de Refusilo, un particular peluquero de Sunchales que, con su “corte al paso”, su velocidad y automaticidad, logró en los 50 y los 60 unificar las cabezas de muchos clientes rosarinos y de zonas aledañas. También aparece la historia de un alemán que vivía en un ombú, en la ciudad de San Nicolás, 70 kilómetros al sur de Rosario.
Boliches
El barrio Refinería también se hace presente en esta mañana. La excusa son “los bares”: el bar El Chop, que se poblaba de trabajadores portuarios y otros vecinos; el café Martínez, que supo entretener a su clientela con billar, cartas y quiniela, donde se aprendía filosofía, dados, timba; “el de Gorriti al 200” y “el que vendía sólo vino”, según los describen. Los bares de Refinería fueron parte de la identidad de un barrio que se forjó al calor del trabajo. Una zona de obreros y marineros, “un barrio que nunca dormía”, como sentenció un disertante memorioso que también recordó que allí las luchas por las reivindicaciones sociales estuvieron a la orden del día.
El barrio Refinería creció a fines de 1800 en torno a la primera fábrica de azúcar refinada del país (que comenzó sus actividades en 1887), y a los talleres del ferrocarril Central Argentino: el azúcar provenía de los ingenios tucumanos, distribuida por el tren llegaba a las tres terminales portuarias que la exportaban. Aquél barrio de viviendas de estilo inglés que habitaban los empleados ferroviarios, de “casas chorizo” habitadas por los portuarios, de conventillos y pensiones, de rosarinos e inmigrantes y de conflictos gremiales, hoy devenido en grandes centros comerciales, salones multieventos y enormes proyectos inmobiliarios, también supo ser un lugar de calles angostas y tradicionales boliches.
En la página del Museo (museorefineria.blogspot.com.ar) hay tres entradas para los bares. Una define: “El bar, como entidad urbana, comenzó a vislumbrarse desde la época colonial en el país, pero con formatos propios de esos años. Con la llegada de los contingentes inmigratorios, a mediados y sobre todo a fines del siglo XIX, el bar se asumió, a diferencia de la pulpería, como un lugar de encuentro exclusivo en la ciudad o el poblado. Los barrios, como recortes sociales con identidad propia, rápidamente se poblaron de bares. (…) En Barrio Refinería, el boliche, el bar y la fonda suministraban los recursos mínimos de alimento, ocio y descanso a los obreros de una comunidad esencialmente obrera.
La concurrencia a estos establecimientos no siempre era tranquila, y menudean los relatos sobre peleas y trifulcas. Suponemos que no en todos los negocios de expendio sucedía esto, pero el contacto entre diferentes nacionalidades, la competencia por el trabajo y la simple convivencia, seguramente generaba frecuentes conflictos. Para principios del siglo XX, los bares eran muy numerosos en el barrio. El censo de 1910 realizado por Gabriel Carrasco, cuenta sesenta y un bares desde Boulevard Avellaneda, y contando en el estrecho marco del barrio inmediato a la Refinería argentina, vemos que más de la mitad (35 establecimientos) estaban en ese sector”.
Lazos
La verborragia trae más recuerdos. Es el turno de Arroyito. “El gordo de las empanadas”, que se paraba a vender en Génova y Avellaneda, suelta Eduardo Sànchez, vecino de Arroyito. “Castillito”, un tipo que hacía lo que hizo Maradona pero con patines, su especialidad era “la foca”, rememora. El calor de la mañana empieza a pesar sobre las intervenciones de los presentes: “¿Lo conociste a Farrita, el hermano del Farra, el que corría maratón? Ese, decían que era un personaje, ¿tenés alguna anécdota de él?”.
“Hacer memoria y crear lazos de identidad”, esa fue la propuesta de Sol Marina Rodríguez y Carolina Brandolini, estudiantes de la Universidad Nacional del Litoral (Santa Fe), quienes participaron en una de las mesas del encuentro junto con Adriana Falchini. En la capital provincial, donde residen, se propusieron reconstruir la historia del barrio San Lorenzo. Trabajan en el Centro Cultural y Social El Birri (en honor al cineasta santafesino Fernando Birri) e intentan restablecer la narración oral: “que las voces vuelvan a recuperar protagonismo, que vuelvan a la calle”, destacaron.
El Birri, que a principios de este año tuvo un intento de desalojo, es un espacio autónomo y autogestivo ubicado en una estación abandonada: “Se lucha por la recuperación de los espacios públicos, sosteniendo lo público en el espacio desde la producción cooperativa”, como reza el manifiesto publicado en su blog. Uno de los proyectos que idearon, comentaron ese sábado en el Lumière, es hacer obras de teatro con las anécdotas y las memorias que narraron los vecinos del barrio. Radio, talleres de danza, música en vivo, teatro, exposiciones fotográficas y plásticas. Los del Birri están convencidos de que “las construcciones populares, la fuerza y la organización de los de abajo, crea identidades territoriales”.
Objetos y excusas
“Las jornadas son importantes como disparador. Que se produzcan encuentros, que haya intercambio. Éstas jornadas son eso”, sostiene Gustavo Fernetti, vicepresidente del Museo Itinerante del Barrio de la Refinería. Es el mismo espíritu del Museo Itinerante. Con 14 años de trabajo, su impronta se define por la organización de actividades varias: talleres, charlas y exposiciones en escuelas, cursos y las propias jornadas anuales. Basados en una teoría no tradicional, la del McGuffin, Fernetti explica cómo es el modus operandi de este Museo: “Es una teoría basada en un método narrativo de Alfred Hitchcock, que implementa en una serie de películas”. El ejemplo que da no es el de un film de Hitchcock, sino de John Huston, “El halcón maltés”: allí, la estatuilla del halcón maltés no tiene ningún tipo de valor, no importa, sino que sirve de excusa para la intriga que se genera a su alrededor. “Nosotros hacemos lo mismo –dice Fernetti–, si bien el Museo tiene algunos objetos, son de un interés secundario. La gente va moviéndose en torno a los objetos, después nos llevamos los objetos y la gente sigue hablando”.
La intención siempre es articular, generar lazos. “El peor momento fue en el 2001”, comenta. “Con toda la crisis y el corralito, el barrio era una lágrima. En 2002 empezamos a hacer una feria de artesanos y artistas barriales: había pintura, música. No se acercaba nadie”, recuerda. Hoy, año a año, los lazos se han ido consolidando y regenerando.En su octava edición consecutiva, el Museo Itinerante de Barrio de Refinería continúa convocando a los vecinos de los barrios como entidad de referencia, para así reconstruir el pasado, aquello que supo ser identitario para los habitantes y marcar trazos que dibujen el presente.
La voz del barrio
El programa anuncia, para después de la pausa del café, un recital musical. Y detalla: se trata de un “cancionero barrial”, como lo promete su intérprete, Pablo Suárez. “La voz del barrio”, según este cantor, es el tango. Absorto, el auditorio se hace un festín con esos acordes gloriosos. “De chiquilín te miraba de afuera…”. Cuatro varones colaboran y entonan esta milonga sentimental. Parados al final del salón, donde la pausa del café aún los retiene, custodian la reunión. Con mirada nostálgica pero galana, entonan tan fuerte que los y –sobretodo– las presentes giran la cabeza para admirar ese gesto de bravura y valentía.
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