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Sin ladridos en la madrugada

Written By Charles Francis on 30 mayo 2011 | 23:52

SE LA RECUERDA COMO LA "MASACRE DE GENERAL VILLEGAS" Y CONMOCIONÓ AL PAÍS OCHO AÑOS ATRÁS. EL CASO SIGUE IMPUNE, PERO AÚN QUEDAN ESPERANZAS.

Escribe: Enrique Sdrech
"El séxtuple homicidio de La Payanca no fue debidamente investigado ni por la policía ni por la Justicia de Trenque Lauquen. Después de la masacre hubo un faltante de 350 mil pesos que no se menciona en ninguna parte. he seguido este caso de cerca, viajé constantemente y consulté a muchas personas. llegué a conclusiones sorprendentes y conozco al autor intelectual y a los autores materiales del tenebroso episodio. Sin embargo, a más de ocho años de ocurrido, todo sigue impune y nadie parece interesarse por mi versión".

Así se expresó, días atrás, el ciudadano alemán Herbert John ante el autor de esta nota. Se trata de un hombre dedicado de lleno a la investigación y a la criminalística, ciencia ésta que abrazó en su país natal y que luego desarrolló en otras geografías. Desde hace un año viene intentando infructuosamente ser escuchado por algún funcionario vinculado a esta causa, para cuyo esclarecimiento el entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires, doctor Eduardo Duhalde, llegó a ofrecer una importante recompensa . Pese a todo, nadie parece estar interesado en estas conclusiones.

UN POCO DE HISTORIA
"Yo estaba segura de que algo muy grave había pasado, porque las otras noches un gallo cantó tres veces y eso, como todo el mundo sabe, es un aviso de que algo siniestro está por ocurrir". Una anciana pobladora rural de General Villegas repetía esta frase como una letanía, apenas unas horas después de que la policía, alertada por el vecino Alberto Zunino, comprobara que algunos vacunos del establecimiento La Payanca, de 700 hectáreas ubicadas a unas tres leguas de una pequeña localidad llamada Elordii, erraban sueltos por el "camino real". Muy poco después se llevaba a cabo un allanamiento que desnudó la aterradora tragedia, conocida hasta hoy como "la masacre de General Villegas".

Eran los primeros días de mayo de 1992 cuando la numerosa partida policial encontró en el piso de la cocina del casco de la estancia el cuerpo, en avanzado estado de putrefacción, de María Esther Atcherritegui, propietaria de La Payanca. A su lado se hallaba el cuerpo sin vida de su hijo, José Luis. Ambos presentaban varios impactos de bala calibre 38. Todos los tiros eran letales.

Colchones cortados a cuchillo, muebles dados vuelta, cuadros sacados de su lugar, cortinas arrancadas de cuajo, indicaban a las claras una búsqueda frenética por parte de los autores del crimen. Pero, ¿quiénes eran y qué buscaban?

Fuera de la vivienda y dentro de un plantío de maíz la policía encontró exánime el cuerpo de Eduardo Javier Gallo (22), quien cumplía labores de tractorista en el establecimiento. A unos 300 metros fueron hallados los restos de Hugo Omar Reid (21), quien un mes antes había sido contratado para hacer un trabajo de machimbrado en los techos de la finca.

En un galpón fue encontrado el cadáver de Francisco Luna, un linyera conocido en todo Villegas, a quien —a cambio de algunas tareas rurales— la dueña del establecimiento permitía dormir en ese lugar. Tanto los dos peones como el linyera y la propietaria del establecimiento y su hijo, no sólo presentaban numerosos impactos de bala sino feroces golpes en todo el cuerpo, preferentemente en el rostro. De acuerdo con el dictamen de los forenses, el múltiple crimen se había producido entre el 29 y el 30 de abril de aquel 1992.

EL MUERTO QUE FALTABA
Frente a ese cuadro de situación los investigadores policiales tejieron una primera hipótesis: el autor de la masacre no podía ser otro que Raúl Forte. ¿Quién era Forte? Un colono oriundo de la localidad de Daireaux, padre de ocho hijos, que un buen día, a mediados de 1987, se separó de su familia y formó pareja con María Esther Atcherritegui.

"Seguro que Forte asesinó a su pareja, a su hijastro, a los dos peones y al linyera para apoderarse de una importante suma de dinero, y una vez conseguido ese propósito huyó con rumbo desconocido". Palabra más, palabra menos, ésa fue la hipótesis policial, hipótesis que se derrumbó al día siguiente, cuando una comisión que rastrillaba los campos aledaños se encontró con el cuerpo destrozado de Forte. Tenía ocho balazos y ya no era sospechoso de nada. Simplemente era la sexta víctima.

La vida familiar de los propietarios del campo fue investigada. Así se determinó que María Esther había nacido en Villegas, criándose desde muy chica con Arsénico Ochotego, un conocido estanciero que la llevó a vivir con él, la protegió, la cuidó y se desveló por ella hasta el día de su fallecimiento, no sin dejarle antes una herencia de 600 hectáreas de campo y una confortable vivienda.

A los 21 años María Esther conoció a Alberto Gianolio. Fue un amor a primera vista. Ambos se enamoraron perdidamente. Se casaron y tuvieron dos hijos: Claudia y José Luis. Los cuatro vivían felices en La Payanca hasta que, por utilizar un refrán criollo, el Diablo metió la cola.

Gianolio (según los memoriosos del pueblo) era un mozo muy querendón y comenzó a cortejar a la mujer de Horacio Ortíz, uno de los peones de La Payanca. Y ocurrió lo inevitable. "Mire patrón, me he enterado que usted le anda arrastrando el ala a mi señora y si no la deja tranquila me va a obligar a hacer algo que no quiero", fue la poca tranquilizadora recomendación del hombre de campo.

Pero, evidentemente, la amenaza no fue tenida en cuenta. Una calurosa tarde de 1985, Ortiz esperó al patrón en la tranquera. Lo vio llegar al tranco de su zaino. Cuando estuvo a su par le disparó cinco tiros. Lo mató en el acto.

Detenido, procesado y condenado, cumplió cuatro años de prisión en el penal de Junín. Después salió en libertad y nunca más en el pueblo se supo de él.

UNA VIUDA REINCIDENTE
Pese a los infortunios, la vida en La Payanca siguió su ritmo. Allá por 1987 Atcherritegui volvió a formar pareja, esta vez con Raúl Forte. Si hacía falta algún detalle más sobre la historia casi novelesca de los principales protagonistas de estos hechos, sólo resta decir que Claudia, única sobreviviente de la masacre y hermana de José Luis, está casada con Marcos Estell, un actor de teleteatros que el 4 de julio de 1989 saltó a la notoriedad cuando su mujer, Graciela Cimer, perdió la vida en un episodio cargado de confusas circunstancias.

Retornando ahora a la masacre de aquel mes de mayo de 1992, vale recordar que durantre los primeros meses de pesquisas fueron detenidos por la policía y procesados por la justicia cuatro sospechosos: Jorge Vera, Carlos Fernandez, José Khunt y Julio César Yalet. Al poco tiempo recuperaron la libertad por falta de mérito. Es más, el doctor Hugo Fernández Quintana, abogado que asesoraba a la policía bonaerense, acusó al juez de la causa, Guillermo Martín, de Trenque Lauquen, de haber permitido la aplicación de torturas a los cuatro detenidos. "Esas cuatro personas fueron sindicadas apresuradamente como autores del hecho y durante medio año tuvieron que pasar por una situación infernal, siendo sometidas constantemente a apremios ilegales", denunció el abogado.

Las primeras hipótesis de trabajo languidecieron rápidamente. El abigeato, como móvil principal de la masacre, quedó finalmente descartado. El tema de la droga, que prevaleció por más tiempo, fue desechado. Quedó finalmente en el cedazo de la investigación la posibilidad de una siniestra venganza, pero no se encontraron, o no se buscaron, elementos que permitieran robustecer tal posibilidad.

De pronto, alguien deslizó que una semana antes de la masacre María Esther Atcherritegui había gestionado y obtenido ante el Banco de la Nación, sucursal Villegas, un crédito de 50 mil pesos. El tremendo desorden encontrado en la vivienda y la circunstancia de haber aparecido varias sillas "patas para arriba" y desarmadas en parte reforzaron esa teoría. "Dieron vuelta todo buscando el dinero", razonaron los investigadores.

Pero los directivos del banco se encargaron de poner las cosas en su lugar. "Nadie de La Payanca solicitó un crédito", fue la contundente aclaración. Por otro lado, de haber sido el robo el móvil principal, ¿iban a dejar los aros y los anilllos de oro de la viuda de Gianolio? ¿Iban a dejar, como dejaron, dos vehículos rastrojeros y un Peugeot 505 flamante en el lugar de los hechos? Evidentemente no. Algo terrible, cruel, de extrema perversidad ocurrió aquel 30 de abril de 1992 en el establecimiento "La Payanca", algo que escapó a la inteligencia de los investigadores policiales y judiciales.

EL BARRIL MISTERIOSO
Han pasado más de ocho años. La gente de General Villegas se cansó de hacer marchas de silencio exigiendo el esclarecimiento de aquella matanza que los tocó tan de cerca.

Por eso no está de más recordar un episodio ocurrido en aquel mismo escenario meses después de la masacre. Fue una noche de noviembre de aquel ´92, cuando ya por decisión del juez de la causa se había levantado la consigna policial que durante las 24 horas se había montado en forma rigurosa dentro del establecimiento.

Varias personas —se sabe que por lo menos más de tres por las huellas dejadas en el lugar— saltaron la tranquera de acceso a la estancia y se dirigieron directamente hasta la misma entrada del galpón, donde dormía y había sido asesinado el linyera Francisco Luna. Sigilosamente cavaron un pozo y extrajeron un enorme tanque que alguien, en algún momento, había enterrado en el lugar.


El camastro donde dormía y apareció sin vida el linyera Luna.
Sin utilizar linternas ni ningún tipo de luz, (esto se comprobó a través de las declaraciones de dos puesteros vecinos que, desde su ventana y durante un buen rato, estuvieron fisgoneando atraídos por los sordos ruidos de aquella misteriosa y nocturna operación) los desconocidos se ocuparon en vaciar el contenido de aquel enorme tanque.

Concluída tal labor, los intrusos volvieron a partir como habían llegado, llevándose todo lo retirado del interior del tanque. Como prueba contundente de esa operación, frente al galpón quedó un pozo de por lo menos tres metros de diámetro y unos dos metros de profundidad. A un costado, el misterioso tanque, exhumado en aquel extraño episodio.

Después el tiempo siguió su marcha inexorable y el caso de La Payanca comenzó a languidecer. Así las cosas, y como para intentar actualizar lo ocurrido y lanzar nuevas líneas de investigación, no estaría de más recordar el paciente y exhaustivo análisis llevado a cabo por el ciudadano alemán Erbert John, mencionado al comienzo de esta nota.

Y mucho más que en sus conclusiones, sería conveniente que los investigadores se detuvieran en su respuesta, cuando se le preguntó por qué motivo el perro ovejero alemán de la señora María Ester Atcherritegui, famoso por sus dotes de guardían y protector "de sus amos", no había atacado aquella madrugada trágica a la horda de delincuentes que habían irrumpido en La Payanca. En su deficiente castellano, Erbert John respondió: "Porque aquel perro tenía una lealtad compartida". Todo un punto de partida para iniciar nuevas pesquisas....
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