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La masacre de La Payanca

Written By Charles Francis on 31 mayo 2011 | 0:06

Luis Barud
Cerca de las siete de la tarde de aquella primera semana de mayo de 1992, fría y destemplada, tres policías de la comisaría de General Villegas, en el norte bonaerense, anunciaban que estaban detrás de Raúl Forte, un conocido productor agropecuario de la zona y esposo de la dueña de la estancia La Payanca, por ser sospechoso de los cinco crímenes descubiertos esa mañana en el lugar. Caso resuelto.

A primera hora, un llamado telefónico del vecino Alberto Zunino alertó a las autoridades que los animales de la estancia La Payanca deambulaban por el campo sin rumbo. Ello suponía una extrañeza, ya que jamás había ocurrido una cosa así. Además, desde hacía unos días no habían visto a sus moradores, a quienes cada tanto se les observaba en tareas propias del campo.

La Policía tomó el dato con preocupación y en pocos minutos una comisión de cuatro personas llegó hasta el lugar.

Comenzó el descubrimiento del horror en su más cruda versión. Sin que nadie respondiera a los llamados de los uniformados, acompañados de dos vecinos, decidieron ingresar al lugar.

Luego de varios días de silencio y suspicacias se corrió el telón de la tragedia. Un olor nauseabundo impregnaba el sitio, dando la seguridad de que se encontrarían con un cadáver descompuesto.

Con la punta del borceguí, el policía que comandaba la comisión empujó la puerta entornada de la cocina de la casona. Allí no se podía respirar. Unos moscardones repugnantes revoloteaban sobre el cadáver de la dueña de la propiedad, María Ester Atcherretguí, y a pura vista nomás podía calcularse que llevaba varios días muerta.

Atinaron a ponerse un pañuelo en la nariz, encendieron la luz y observaron que junto a ella se encontraba en las mismas condiciones su hijo, José Luis Gianolio, de 22 años.

Pegaron la vuelta para informar a las autoridades y solicitar la presencia de los médicos forenses y del gabinete técnico, que debía transportarse desde el pueblo vecino de Trenque Lauquen. 

El pueblo no salía de su asombro cuando se conoció que además habían sido encontrados tres muertos más. Fuera de la casa y en el patio que daba a la plantación de maíz, aparecieron acribillados los peones Eduardo Gallo y Hugo Reid, quien llevaba apenas una semana trabajando temporariamente en el lugar, dedicado a reparar los techos machimbrados de la lujosa casona.

El quinto cadáver fue hallado en el galpón y pertenecía al linyera Francisco Luna, quien dormía y comía allí a cambio de algunas tareas de riego y limpieza, por decisión de María Ester.

* * * * * * * * * * * * *

Todas las sospechas apuntaron hacia Forte, un hombre separado, padre de ocho hijos, que desde hacía unos años convivía con ella y sus dos hijos.

María Ester era viuda de Alberto Gianoglio, quien había sido asesinado de cinco balazos en la tranquera de la estancia durante el otoño de 1985 por un peón que descubrió que era amante a su esposa.

Ella, que había heredado la propiedad de su padre del afecto, siguió la vida en ese lugar hasta que años más tarde se enamoró de Forte y decidieron convivir hasta el infortunio del 30 de abril de 1992, en lo que parece que el hombre puso punto final a todo, a tiro limpio. Ahora estaban tras él.

Con la familia y los trabajadores de la estancia muertos, y el hombre prófugo, la Policía sintió que tenía en sus manos el caso terminado. 

Debían ahora ponerse en el camino de Forte y atraparlo antes de que huyera. El motivo fue simplificado en base a presunciones.

Alguien aportó el dato de que la mujer guardaba 350.000 pesos en efectivo que habían desaparecido de la casa. Abonaba esta tesis el hecho de que la vivienda había sido revuelta hasta en su más recóndito rincón. Era evidente que se buscaba algo de valor y era probable que fuera dinero.

Caso cerrado, dijeron, y echaron a correr detrás de Forte, el hombre de la casa que faltaba encontrar.

El anuncio trajo alivio a la población, ya que a pesar de la tremenda tragedia todo había ocurrido en el interior de la casa y por alguna cuestión familiar, lo que en cierta manera disipaba la desconfianza sobre la presencia de una banda ajena a la tranquilidad de General Villegas que desembarcara en el lugar.

Esa noche, con el caso resuelto, todos se fueron a dormir en paz. No duraría mucho. A la mañana siguiente, en el mismo instante en que se organizaban partidas con la finalidad de detener al asesino prófugo, llegó la noticia menos esperada.

En un rastrillaje de rigor por la extensa propiedad de 700 hectáreas de  La Payanca, apareció el cuerpo sin vida de Raúl Forte, acribillado a balazos de calibre 38.

La data de la muerte fue establecida por los forenses en la misma fecha, el 30 de abril, que el resto de las víctimas. 

Sumaban seis los asesinados y ahora los investigadores quedaban sin sospechosos a la vista. El principal de ellos estaba tirado inerte en un cajón fúnebre, como el resto.

* * * * * * * * * * * * *

Se dedicaron a buscar el motivo de semejante masacre. Drogas, una hipótesis que se desvaneció casi en el acto, venganza, y el robo, que parecía el más atendible de todos, en mérito a la inspección que los asesinos hicieron de la casa. 

Los exámenes forenses además pusieron otro dato para aumentar las chances de que se hubiera tratado de un robo. La mujer y su hijo habían sido torturados antes de darles muerte con disparos en la nuca, ejecutados por chacales.

La hipótesis de los 350.000 pesos que presuntamente la dueña guardaba en la casa jamás se confirmó, ni siquiera se logró saber de dónde salió la versión que hubiese podido aportar un poco de luz.

Los rumores echados a correr en el pueblo y los tribunales de Trenque Lauquen que entendían en la cuestión, pusieron a la Policía en la punta de la picota. El descontento popular, canalizado a través de marchas del silencio reclamando el esclarecimiento del múltiple crimen, aumentó la presión sobre la Policía. El gobernador, Eduardo Duhalde, conminó a los investigadores a poner luz en el tremendo caso, que ganaba las portadas de todos los diarios nacionales, sin un solo avance.

 Cuatro detenidos pasearon por los tribunales sin que una sola prueba, más allá de dichos y diretes, los involucrara. Finalmente quedaron libres y el caso, ya sin tanta presión pública, comenzó a perder importancia.

También dio vuelta con mucha fuerza el dato de un supuesto crédito de 50.000 pesos que la dueña obtuvo del Banco Nación de General Villegas y habría sido el motivo de la matanza. El banco desmintió que se hubiese realizado tal operación y todo quedó en la nada. 

Sin embargo, a semejante hecho le quedaba una sorpresa mayúscula. La primera noche que la Policía decidió levantar la guardia permanente que tenía en la puerta de La Payanca, a un año de los homicidios, un grupo de desconocidos ingresó a la propiedad y durante toda la noche excavó en la puerta de ingreso al galpón, donde se encontraba un pequeño tanque que fue removido del lugar, dejando el pozo abierto y a la vista de todos, para sacar de su interior algo que guardaban con recelo.

Los policías conjeturaron que se había retirado algo importante, dinero o documentos, aunque nunca pudieron saberlo, o no se realizó ningún esfuerzo por comprometerse en su descubrimiento.

El hecho quedó impune, condenado a simples habladurías de casamientos que desde entonces no cesan.
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