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Los cafés y la bohemia de Rosario

Written By Charles Francis on 08 marzo 2010 | 11:44

A la última década del Siglo XIX la ciudad atrae a una gran cantidad de población extranjera. Italianos, españoles, franceses llegan a Rosario en tan gran cantidad
que en pocos años duplican la población.
En el corto trayecto desde el puerto o la estación de ferrocarril hacia el centro es fácil observar la gran cantidad de cafés que se asoman a las calles de empedrado grueso de la época.
El café está a disposición de todos como un espacio social de distracción, de búsqueda y de espera.
Intercalados con otros negocios o con casas de familia, en el centro o en los suburbios, no se advierte un rincón de la ciudad sin ellos. A mitad de cuadra o en la esquina, en inmediaciones de mercados y estaciones o en las veredas que rodean las plazas, se constituyen en lugar para las actividades económicas, de paseo o sociabilidad. La convivencia entre la bebida, la conversación, la disputa, el trabajo y la búsqueda de empleo justifica su emplazamiento cerca de esos lugares.
El censo municipal de la ciudad del año 1910 revela que hay en ella: 188 bares y 1191 almacenes, además de despachos de bebida.
Un par de mesas y sillas viejas, una construcción de ladrillos, madera o chapa, la más de las veces adosada al almacén de comestibles, eran el ámbito donde los hombres establecían los lazos sociales en torno de la mesa y la copa de vino, o el canto, si el lugar lo frecuentaba algún músico o payador, como los cafés de la zona de la Bajada Sargento Cabral visitados por cantores como Gabino Ezeiza o el poeta Leopoldo Lugones.

Dentro del café había códigos, espacios de actuación, prohibiciones y pautas de comportamiento.
El patrón podía entremezclarse con sus clientes, oficiar de mediador o veedor en una partida de cartas o acompañar con un batido de palmas los acordes de una guitarra. Expulsaba a aquellos individuos que anduvieran armados y/o eran muy barulleros; a quienes se peleaban con todos o a quienes no parecían personas respetables.

La Mujer, si era la esposa del dueño, encargada de la limpieza y de atender a los clientes arrimados al estaño, rara vez abandonaba su lugar detrás del mostrador. Las convenciones sociales de la época, al considerar esos lugares como poco sanos hizo que la mujer, salvo si iba a buscar a alguien o entraba acompañada por un hombre, no ingresaba al salón.

Los dependientes, es decir, los mozos, generalmente eran de la misma nacionalidad y sexo que el patrón , difícilmente alternaban con los parroquianos. Salvo casos muy raros como el famoso Juan, mozo del Café Social, quién a fuerza de oír a poetas y cantores podía repetir de memoria los poemas y las canciones.
Las sirvientas, lavanderas o cocineras, también paisanas o familiares de los dueños, no atendían a los clientes, sólo hacían sus tareas.

En cuanto a la ropa, una vestimenta y una apariencia honorable eran necesarias para ingresar al café, sin perjuicio de su sencillez. La respetabilidad de las prendas son indispensables para anudar vínculos con los iguales y para diferenciarse de los demás.

Si bien el café atrajo a todos los sectores sociales se frecuentaba el más próximo al lugar de trabajo, el que queda de paso camino a casa o aquel donde se reúnen compañeros de trabajo, de la bohemia, o del grupo con ideas políticas afines.
En las esquinas de Mitre y Avda. Pellegrini los anarquistas le daban una fisonomía muy particular a “La Cantábrica” y los jóvenes de la “Liga del Sur” se encontraban en “La Perla” de Córdoba y Maipú.

Como siempre, los artistas, los periodistas y los escritores tenían sus lugares de reunión donde se escuchaba música o se debatía sobre el impresionismo, las pinturas de Cézanne o los debates entre parnasianos y simbolistas. Lugares como el bar Belga, el Jofre o La Brasileña reunían a una variada población de capitanes de barcos, marinos de todo el mundo, cargadores del puerto y poetas derrengados.

En momentos de conflictividad social, el lugar brinda la posibilidad de realizar arengas, mítines políticos o alquilar los “altos” para alguna reunión alejada de la mirada de la policía.
Si el negocio prosperaba y estaba cerca de la estación de Ferrocarril o algún mercado, algunas habitaciones construidas en la parte posterior del edificio daban origen al hotel o la pensión y la fonda, templo del guiso carrero, el puchero de gallina y el vaso de vino carlón.

Un cartel en la puerta o un letrero con los servicios indican la denominación del establecimiento, por lo general el nombre del dueño o su lugar de origen.

En los suburbios donde el espacio lo permite tienen canchas de bochas o pelota vasca y pista para carreras cuadreras o patio para bailes. En el centro no faltan los que ofrecen números musicales a cargo de orquestas de señoritas, salas para caballeros y mesas de billar. Más cerca del puerto el “Max Bar” regenteado por dos griegos ofrecía a la población de los barcos la actuación de dos señoritas que tocaban el piano y cantaban. Este lugar tenía una particularidad, las botellas vacías de cerveza se colocaban debajo de las mesas.

En el café ,ayer, hoy y siempre se recrean los objetos, costumbres y ritos del país.

Ernesto CIUNNE



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