Ana Laura Piccolo. Su historia fue contada en crónicas policiales, novelas negras y hasta en la TV. A diez años de su detención por el homicidio de su concubino, María del Carmen Rómbola accedió a prisión domiciliaria y pide una oportunidad.
La libertad, aunque condicional, le devolvió la vida. La había perdido hace casi diez años en una discusión fatal que puso fin a una convivencia plagada de tormentos y malos tratos, en una época en que la violencia de género no existía en las agendas oficiales y las denuncias se apilaban inútiles en juzgados y comisarías de barrio. María nunca se sintió escuchada.
Ni durante los 11 años que duró su matrimonio, signado por el miedo y las separaciones frustradas, ni durante el juicio que enfrentó por el homicidio de su concubino, por el cual purgó una dura condena que aún cumple desde su casa. Su historia fue contada muchas veces. En crónicas policiales, novelas negras y series televisivas. Pero nunca por ella. Su acto fue juzgado por muchos jueces y una sociedad entera. Su castigo, una violencia que desconocía, la del encierro y el silencio. Hoy, a los 53 años, María del Carmen Rómbola quiere contar su historia. Y la impulsa un anhelo genuino que aún no pudo concretar: ser la protagonista de una vida digna.
Un patrullero descansa en la puerta de una modesta construcción de Funes, detrás de un amplio espacio verde. No hay rejas pero el portón de ingreso es el límite de la libertad que consiguió María tras una enfermedad que este año la llevó dos veces al quirófano. Una jauría de perros se aproxima a la entrada junto a ella, que conserva su cabello rubio y dedica su vida al cuidado de animales abandona-dos, bajo la custodia constante de uniformadas que se turnan para cubrir las 24 horas del día. “Aunque no pueda salir me siento libre. Feliz. Estoy con mis perros, que son lo que más amo en el mundo. En ellos encuentro la nobleza y no la traición de la gente. Siento que me devolvieron la vida”, dice mientras se define como una mujer “con un presente de lucha y un pasado de violencia y defraudación”.
Su relato no empieza ni termina en la trágica jornada que a principios de agosto de 2003 recorrió los noticieros del país entero escandalizado por las maniobras de ocultamiento del cadáver de su concubino. Se remonta a 1992, cuando conoció a Adolfo Godoy, cuyo nombre no pronuncia nunca. Dice que fue la primera persona que la defraudó, un sentimiento que más tarde volvería una y otra vez de la mano de un amigo, de la Justicia, y de los afectos que acunó en la soledad del penal.
“En los primeros años me de-mostró ser un buen compañero, teníamos discusiones como cualquier matrimonio, pero era una persona bien. Después de tres años largos empezó a mostrarme su verdadera personalidad. El agresivo, el violento, el obsesivo. Tenía celos, desconfianza, egoísmo, todo junto”, dice y explica que al principio pensó que era “un nerviosismo” pero que con el tiempo, a los insultos y degradaciones siguieron las amenazas de muerte con armas de fuego. “Yo nunca antes había vivido violencia. Vengo de una familia tranquila, de amor, de respeto, de educación. Y la persona que no conoce la violencia no sabe cómo defenderse”, explica.
Algunos de los intentos por terminar esa relación violenta quedaron plasmados en denuncias a seccionales policiales e incluso en un juzgado penal. “A partir del año ‘98 no trabajó más. Yo solventaba los gastos y él se quedaba todo el día en la casa y me hostigaba, me amenazaba y decía que si lo dejaba iba a matarme. Durante muchos años fui víctima de la violencia de género. Denuncié, pedí ayuda y jamás nadie me escuchó”, recuerda tras mencionar una causa judicial que tuvo lugar dos años antes del homicidio por “abuso de arma y de beneficio, porque me hizo firmar documentaciones en blanco, boletos de compra venta para que-darse con las propiedades y nuestro vehículo”.
Los datos son precisos, un domingo de elecciones de 2001. “No puedo olvidarme de nada porque son cosas vividas mal. Y pese a que hubo secuestro de arma, de plomos, había impactos de bala en la casa, no se hizo nada. Estuvo dos horas demorado y a los 15 días fue sobreseído y le devolvieron el arma”, agrega.
“Me acuerdo que me obligó a retirar el arma y el sumariante me dijo que la iba a usar para matarme y yo le decía que no importaba, porque en mi casa había más armas que personas”.
María cuenta que ningún intento de separación resultó: “Me fui un montón de veces. Iba a la casa de una amiga y él siempre se llegaba a ese lugar, hacía un escándalo, gritaba, y me hacía volver a casa bajo tormentos. Cuando llegué con esa denuncia a un tribunal ya había hecho varias anteriores en comisarías, después tenía que ir a levantarlas por amenazas. Y Cuando pasó el desenlace total, después de tantos años, a nadie le importó condenar, para que yo siga con una violencia de otro tipo en la cárcel, un mundo desconocido, de encierro, de soledad.
“Me siento defraudada por la Justicia. Yo vengo de una violencia de género, donde cumplí una condena por homicidio, donde denuncié, pedí ayuda y jamás la recibí”, dice y asume: “Siempre lo voy a decir. Hay una muerte por medio. Pero no fue pensado, pasaron las cosas, defendí mi vida en ese momento. Él me apuntó con esa arma, me disparó realmente. Ese día sentí la muerte, me defendí, forcejeamos y pasó todo lo que pasó”.
La legítima defensa no logró ser demostrada en el proceso judicial que llegó hasta la Corte Suprema de Justicia de Santa Fe y terminó con la confirmación de una condena a 12 años de prisión. Una fuerte repercusión mediática acompañó la causa que escandalizó a la sociedad entera por las maniobras de ocultamiento del cadáver que fue cortado en 19 partes por un amigo de María (penado a tres años de prisión en suspenso por encubrimiento) y enterrado en una huerta comunitaria.
La resonancia fue mayor aún cuando la historia integró uno de los capítulos de la serie televisiva Mujeres Asesinas bajo el nombre de Sandra, la gestora.
“No era un amante como dijo la prensa. Era una persona conocida que en ese momento yo creía mi amigo. También él me defraudó. Porque me encontró por casualidad cuando iba a hacer la denuncia (por el homicidio) y me dijo que no, que iba a ir presa porque habían pasado unas horas, y que me iba a ayudar. Yo el cuerpo no lo vi nunca más, no volví a entrar a la casa. Lo hizo solo”, dijo en relación a Andrés Daniel Picotto, entonces de 45 años.
Algunos días después, cuando la Policía golpeó su puerta, María no esperó preguntas y confesó el crimen, aunque siempre aclarando: “Yo no lo maté, me defendí”.
Lo que siguió en la vida de María fue un encierro que se prolongó seis años consecutivos. Hasta que en 2009 tuvo la oportunidad de salir con permisos laborales, para lo cual necesitaba alguien que la contratase. La única persona con la que pudo contar fue una ex convicta que conoció en prisión. Según María esa relación la volvió a llevar al encierro cuando quedó involucrada en una banda que se dedicaba a la estafa de autos. Esos ocho meses de regreso al penal los vivió como una muerte y sufrió una enfermedad por la que debieron extirparle un pecho.
“En la cárcel sufrí de todo. La muerte de mi único hermano, que falleció a los pocos meses de mi detención por angustia, porque canalizó su dolor en un problema de salud”, dice y explica: “Al momento que uno queda detenido su mente se detiene también. Y cuando a nosotros nos llegan los tiempos (que siempre esperamos para poder salir y estar afuera con alguien que nos quiera) encontrar a una persona te hace creer. Porque te dan un abrazo, una sonrisa y te dicen que te quieren”.
“En la cárcel conocés todo, lo malo, lo bueno y lo regular, pero sobre todo lo malo. Los dolores de la personas, la soledad, el desamor, la búsqueda de afecto, es una familia simbólica ahí adentro”, dice mientras intenta en vano no llorar. “Quiero tratar de ser fuerte y no tener más lágrimas por todas las cosas que sufrí. Cuando volví a la cárcel y me dijeron que tenía que operarme, pensé que ése era mi final”, confiesa.
Ya sorteada esa dificultad y con un arresto domiciliario, María piensa en su futuro. “Espero una oportunidad para seguir viviendo, quiero esta vez poder elegir y vivir dignamente, con nobleza. Tengo 53 años y fuerza de vida. Si miro para adelante pienso en ese juez que hoy tiene mi causa por estafa, no quiero tocar su corazón, quiero tocar su sabiduría y entendimiento y que una vez en la vida alguien diga bueno, le voy a dar una oportunidad humanamente. Yo pido una oportunidad, mi última oportunidad de dejarme vivir y elegir”.
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Carlos