Por Gina Verona Muzzio. Héctor Véliz tiene 56 años, hace treinta que es vendedor ambulante. Lo caracteriza una particular voz que muchos comparan con la de un locutor y que también lo llevó a la radio, un espacio que valora como mágico.
Sería difícil para un conductor decir con exactitud cuántas personas subieron y bajaron del colectivo durante el día. Pero seguro recordará que en alguna de las esquinas de avenida Alberdi lo hizo Héctor Véliz. El hombre, con su inconfundible voz de locutor, barba tupida y bolso cruzado, trabaja vendiendo en los pasillos de las líneas de transporte urbano que circulan por esa tradicional arteria rosarina desde hace 30 años. “Esta es mi profesión”, afirma sobre la ocupación que emprendió por necesidad, cultivó a través del tiempo y de la que se siente más que orgulloso.
Fue en Cafferata y Urquiza, a bordo de un colectivo de, en aquel entonces, la línea 56, cuando comenzó la historia. Hacía poco tiempo que el joven Héctor, de entonces 27 años, había perdido su empleo en una estación de servicio. Y esa época fue muy difícil, no sólo para él sino para toda la sociedad ya que transcurrían los últimos años de la dictadura militar.
“Necesitaba trabajar y pensé en vender algo. Un día improvisé unos paquetes de golosinas y salí a la calle. Se me ocurrió probar arriba de los colectivos, me paré en la esquina y me prendí un cigarrillo. Me hice la promesa de que cuando lo terminara subía al primer colectivo que pasara. Sin embargo, lo terminé y prendí otro y después otro… Así fue durante tres días. Llegué al punto de que en mi casa no había ni para comprar una varilla de pan”, rememora Véliz.
Estaba amargado y preocupado, pero no dejaba de ir a esa intersección cercana a la Terminal de Ómnibus Mariano Moreno porque tenía una gran necesidad de ganarse la vida y mantener a su familia. Una mañana pidió fuerzas a Dios y paró un colectivo de la línea 56. “Maestro, ¿me permite hacer una venta?”, dijo Héctor y, ante la aprobación del conductor, subió. Eran tantos los nervios y la vergüenza que no recuerda qué fue lo que dijo, pero el chofer notó que era la primera vez, le tendió la mano y le ofreció subir a su unidad cada vez que pasara por ahí. Esa generosidad y el hecho de haber vendido todo lo que llevaba, volviendo a casa con un ramillete de billetes le dio impulso para seguir.
Héctor agradece a la vida haber conocido, en los primeros años de su trabajo a Don Luna, un vendedor ambulante hecho y derecho que le enseñó algunas de las cosas que lo hicieron valerse en la profesión durante tanto tiempo. “Yo era muy novato. Don Luna sabía que estaba vendiendo, entonces me preguntó si quería aprender. Claro que le dije que sí. Era un maestro el hombre y murió en su ley, arriba de un colectivo”, cuenta mientras se le dibuja una sonrisa nostálgica.
El experimentado vendedor no le enseñó a hablar, sino que le transmitió algunos tips sobre cómo desempeñarse en su labor y generar empatía con los pasajeros, eventuales clientes. “Lo fundamental es ser muy respetuoso, tener siempre una sonrisa en la cara, mirar a la gente a los ojos”, repite el alumno recibido con honores, y agrega: “Aprendí muchas cosas de Luna, me sirvieron y las sigo aplicando”.
Héctor no tiene preferencias sobre algún producto en especial. Cada mañana a las 8 se va de su casa en el barrio Casiano Casas con la intención de no volver hasta vender todo lo que lleva. A veces puede regresar al mediodía y almorzar con su esposa e hijos, pero otras se queda hasta las seis de la tarde, hora que se autoestableció como plazo máximo.
De todas formas, Véliz destaca que tuvo una etapa en su historia de vendedor que fue muy linda. “Vendía golosinas de la marca Arcor de una manera impresionante, cajas y cajas de caramelos. Yo siempre fui de contextura grande, gordito, entonces todos me conocían como «el gordo Arcor». El hombre de la distribuidora, Domingo Sacramone, veía que yo vendía tanto que me hacía unos precios buenísimos. Fue una etapa muy linda. Después, empezó la época de las importaciones, con Carlitos Menem, un desastre, pero entraba la importación y a mí me servía eso”, explica.
Héctor se fue adaptando con inteligencia y honestidad a las distintas épocas que vivió el país. Siempre pudo mantener a su familia y afortunadamente nunca se vio forzado a tener que buscar otro empleo. Afirma que esa permanencia en las calles y la venta en los colectivos se debe a “tener buena conducta, a comportarse como una niña, como una princesita” porque siempre hay gente que lo está mirando y su trabajo depende, entre otras cosas, de la imagen. “El hábito de estar en la calle te da mucha libertad, pero si esa libertad vos no la medís, trae consecuencias”.
Si bien empezó a vender en la zona de la Terminal, su lugar de pertenencia y trabajo siempre fue avenida Alberdi, esa traza de la zona norte rosarina donde conoce hasta a las hormigas que caminan por la vereda. Dice haber tratado con mucha gente, buena y mala, como en todos lados. Hizo amigos, algunos de los cuales aún conserva.
Entre las personas con las que se relacionó, no puede olvidarse de los conductores, sin los cuales su trabajo sería imposible. “Mi relación con los colectiveros ha sido maravillosa, muy buena. Se ha generado a través de los años una amistad, muchos ya no están, algunos se han jubilado. Hoy quizás tengo algunos problemas para subir a trabajar porque hay mucha gente joven, nueva. Yo los entiendo porque están cuidando su fuente de trabajo”, reflexiona Héctor.
“Mi trabajo está prohibido, lamentablemente el tema está regido por una ley de la dictadura, que todavía sigue vigente. En ese momento, este trabajo era considerado vagancia. En Buenos Aires se modificó el Código de Convivencia y la cuestión cambió. Acá no. Hace muchos años la Municipalidad sacó permisos para los vendedores ambulantes, me fui a anotar a la Aduana, me dieron un comprobante. Pero fue sólo una pérdida de tiempo, no prosperó. Yo igual tengo el papel, siempre lo llevo encima”.
“Mi querida, caballero…”, Héctor saluda a los pasajeros y amablemente ofrece sus productos. Está en un colectivo de la línea 102 y esta vez vende biromes del estilo de la firma Parker a un precio de oferta. Un hombre le compra, una mujer lo saluda, charla un rato con el chofer y cuando está por descender un joven treintañero lo intercepta: “Yo te veía vendiendo golosinas en los colectivos cuando era pibe, siempre me llamó la atención tu voz”. Sonríe como quien se avergüenza de un piropo y afirma que es lógico, después de tantos años de recorrer día tras día las mismas calles de la ciudad.
Una voz que llegó a la radio
Entre las características más destacadas de Héctor Véliz, sin dudas está su voz. Cuando sube a un colectivo y los pasajeros lo escuchan hablar, muchos relacionan su vocalización con la de un locutor de radio. Así lo hizo una vez, hace muchos años, Héctor Amézaga, quien le ofreció un espacio.
“Un día, mientras vendía en un colectivo, un muchacho me miraba fijo. Cuando terminé de vender, me dio una tarjeta, se presentó y me dijo que tenía un programa de radio en FM, en el que le gustaría que participe”, contó Héctor.
Con su incorporación a ese programa, que salía los sábados por la tarde en una estación de radio que funcionaba en una galería de avenida Alberdi y José Ingenieros, Héctor puso en práctica otro de sus talentos y pasiones. Tiempo después, consiguió un espacio propio en la radio.
“A mí me gusta el folclore, así que esa era la música que pasábamos en mi primer programa. Conseguí una disquería que me diera la música. Era un programa sencillo, nada estructurado, fue una experiencia maravillosa. Se llamaba «Almacén de ramos generales». Después me largué, hice programas de música tropical, políticos, me gusta mucho la política. Estuve en varias radios, fue muy lindo. Me gusta ese cuadradito, estar solo ahí adentro y que no me importe si me escucha una sola persona, la imaginación me hace sentir que son millones. Esa magia es espectacular. Cuando entro ahí, me transformo. Esta es una de las cosas que me ha dado esta profesión”, comentó emocionado.
Héctor no está haciendo radio ahora, pero no lo descarta para los próximos años. “Tengo ganas”, concluye.
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