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"Nunca pensé que me iba a dedicar a los chicos de la calle"

Written By Charles Francis on 03 abril 2011 | 1:37

El nombre del padre Tomás Santidrián remite automáticamente al Hogar de Protección al Menor (Hoprome). El asegura con naturalidad que nunca se le pasó por la cabeza la idea de jubilarse, aunque de hecho lo está como docente y como sacerdote.

El pasado 5 de marzo dio su última misa en el colegio San Patricio, de donde fue capellán durante 20 años y dice que no es tiempo de balances sino de seguir trabajando para quienes más lo necesitan, sobre todo los chicos de la calle. 

A los 82 años, este sacerdote nacido en el mítico barrio de Tablada, uno de los diez hijos de una familia de clase media que formaron don Tomás y doña Catalina, dice: “Haber cesado funciones en el San Patricio simplemente fue cumplir una etapa. Para mí fue un paso hacia una etapa nueva. Tal vez sea la última, Dios sabrá. Esta nueva etapa significa cambiar de actividades, no dejar de trabajar”. En la sede de Hoprome, en Castellanos al 1200, el movimiento es incesante y las cajas y bolsas con donaciones se acumulan por los rincones. Los talleres están a full y los empleados y colaboradores no dejan de caminar de un lado al otro y de recibir llamados. 

 El padre se emociona cuando dice: “Uno tiene la sensación grata de haber dedicado su vida a Dios y a la evangelización. Y en San Patricio pude desarrollar un trabajo pastoral más amplio. Siempre me dediqué a los chicos. Recuerdo que todas las mañanas les hablaba y hacíamos la oración. Allí estuve también al servicio de mis hermanos sacerdotes y es una alegría muy grande cada vez que me llaman para predicar el Evangelio o para dar charlas. Simultáneamente con eso tuve la atención de los hogares y hemos procurado siempre estar al servicio de los chicos de la calle. Y eso ahora lo voy a incrementar”. 

 Santidrián hace revisionismo y no duda en decir: “Siempre quise ser sacerdote”. Su casa de calle Necochea estaba cerca del actual hospital geriátrico. Y siempre andaba rondando la capilla. “Tomé la comunión a los 5 años y desde entonces dije que iba a ser cura. Fue un descubrimiento natural e incluso en una oportunidad intenté entusiasmar a dos de mis hermanos. Entré al seminario a los 10 años y muy consciente de lo que hacía”, relata. 

El trabajo en Hoprome. El padre dice que jamás pensó que se iba a dedicar a los chicos de la calle y que Dios lo fue llevando. Que un abogado muy católico lo llevó un día a la cárcel en una época en la que se cuestionaba el accionar de la policía de menores. Por entonces era capellán de la escuela Sagrada Familia y también le dedicaba tiempo a Emaús. “Ellos me mandaron a París a un congreso. Volví incentivado y dije: “Fui a París a conocer a los pobres”. Era una contradicción tan grande que no la podía entender. Cuando volví me fui a vivir al barrio San Francisquito. De allí me fui a la cárcel de menores con el doctor Guida y conocí al famoso Topo Gigio, un preso menor de edad que me marcó muchísimo y a quien después mataron. Empecé con ellos y me entregué. Trabajando allí llegué a una conclusión: estos chicos no se pueden rehabilitar nunca aquí, hay que sacarlos”, enfatiza.

 —Usted dijo en muchas oportunidades que el que entraba a un instituto de rehabilitación salía con el diploma de delincuente ¿Es tan así? 

 —Exactamente. Comenzamos con tres chicos sacados de la cárcel. Y hacíamos el mismo trabajo que hacemos ahora. Siempre creí que la única rehabilitación se hace a través del cariño, del amor y del hogar. Educar, en latín significa “sacar de”. ¿Y sacar de dónde? Del interior del ser humano. En un terreno propicio, lo que se siembre brota. A mí me sembraron buenas semillas. Pero cuando un chico nace sin hogar, sin cariño, ¿qué siembra? El desamor, la rebeldía. Entonces la pregunta es: ¿Se puede revocar eso? Ahí viene la reeducación que no se va a ser encerrándolo tras las rejas, sino a través del amor y del hogar. 

Sin hacer nombres, le otorga certificado de defunción a los centros de rehabilitación. “No brindan amor. Se necesitan especialistas del amor, no carceleros. Un día leí en el frontispicio de la cárcel de Coronda: “Aquí entra el hombre, el delito queda afuera”. Ahora habría que escribir en algunos institutos: “Aquí entra el delito, el niño queda afuera”. 

En la actualidad, Santidrián trabaja con cinco hogares en los cuales hay entre 6 y 7 chicos en cada uno. La Justicia le solicita al cura que tenga a los chicos en conflicto con la ley y él está convencido de que los hogares “son el único camino para rehabilitar”. Plantea que hay una situación social y de contexto que condiciona terriblemente a estos chicos. Pero también rescata que “el fondo, la esencia del ser humano permanece. Y allí se puede sembrar”. Y es tajante al afirmar: “El gobierno no puede educar. Debe administrar, procurar, pero no poner carceleros para educar. Yo le dije a dos gobernadores que me ofrecía a ser director de uno de esos institutos, pero con una condición, la de poner todos empleados nuevos, gente que va a trabajar por amor a la niñez. Yo fui director del Ceprome, donde tenía más de 100 chicos, la mayoría por delitos. Y funcionó perfectamente. Era de puertas abiertas”. 

Por Hoprome pasaron “miles de chicos”, de distintas edades y a quienes se les brinda educación y un plato de comida. Según Santidrián, alrededor de un centenar fue adoptado. “La idea es prepararlos para la vida”, dice el veterano sacerdote. En los hogares se desarrollan seis oficios: panadería, carpintería, imprenta, fábrica de pastas, plomería y electricidad. “Ellos aprenden el oficio y después se van. Muchos consiguen trabajo. Incluso hay fábricas que los vienen a buscar”, destaca. 

Cuenta orgulloso que muchas veces lo paran por la calle para saludarlo; son adultos (muchos de ellos profesionales, con trabajo fijo, que formaron familia) que alguna vez pasaron por los hogarcitos. Y es cuando plantea que la Iglesia “hace mucho por los necesitados” y que en general “hay una vocación muy grande hacia los pobres”. Tampoco se olvida del hogar de adultos mayores Josefina Bakhita, más conocido como el crotario y adonde concurren, dice, “muchos integrantes de la clase media que se vino abajo, no el linyera”. Y porque trabajar por los demás es su destino, Santidrián se ilusiona señalando: “Yo trabajo en una quinta, pero quisiera trabajar en todos lados”.
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